Desde hace poco escuchar un cello es sinónimo para mi cerebro de pensar en Jacqueline Du Pré. Me fastidia pensar en lo ignorante que he sido, amando la mísica, al no haber descubierto a esta virtuosa hasta que hace unos meses le preguntase a mi amigo Pedro Carrillo una tarde de invierno qué música podía escuchar para relajarme y trabajar a gusto. Recuerdo cuáles fueron sus palabras exactas: “Cariño, tengo lo que necesitas. Se llama Jacqueline Du Pré”.
Después de haber escuchado una gran cantidad de las piezas que dejó grabadas, puedo considerarme una ignorante al haber creido durante años que un cello no podía adquirir belleza musical por sí sólo y ser incapaz de imaginarme a este instrumento haciendo algo más que un bello acompañamiento. Me equivocaba y no sabía hasta qué punto. Du Pré me ha ayudado a redescubrir a un Bach que nunca había llegado a amar y a poner bien alto en mis preferencias a un instrumento que siempre me había parecido algo así como de segundo nivel.
Jacqueline Du Pré es considerada por unos como el ángel de la eterna sonrisa, una leyenda del violonchelo que tuvo que retirarse después de que la esclerosis que le fue diagnosticada empezase a parar sus dedos; otros, sin negarle su incomparable talento, veían también en ella una artista atormentada, perturbada y peligrosa.